Razón número 3: “Nada en esta vida es fácil”
Recuerdo mi primer día de escuela de manera bastante horrible, ya que mis padres me abandonaron en un lugar desconocido rodeado de quienes serían mis futuras némesis: las docentes. A medida que crecí, fueron aflorando mis valores de justicia, la sed de que los problemas se resolvieran como debía ser. Por ende, no tenía porqué recibir el mismo castigo que mis compañeros trepados en las paredes y saltando sobre las mesas si yo estaba sentadito haciendo la tarea responsablemente. Ahí comenzaron mis debates, o “faltas de respeto”, hacia los directivos. Sí, era chico en tamaño, pero no por eso iba a dejarme pisar.
Recuerdo una conversación que tuve con mi maestra de jardín de infantes en la que solté la que sería mi frase célebre y la que me marcaría de por vida: “Nada en esta vida es fácil”. Ella se quedó mirándome perpleja y sugirió a mis padres que me llevaran al psicólogo porque aparentemente un niño tan pequeño no podía llegar a una conclusión como esa. No me rehusé a la terapia (sería tonto negarse a recibir ayuda si es para entenderte mejor a ti mismo, ¿cierto?). Tal vez sabía mucho para mi edad. Secretamente creo que el mundo pensaba que yo ya venía de una vida anterior, cargado de conocimientos obvios para mí e increíbles para los incautos. Quizá así era, no lo sé. Afortunadamente, no conservo muchos recuerdos de esa época.
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