
Razón número 2: El niño de la huella completa
Durante mi infancia, las buenas lenguas siguieron hablando bien de mí y cuentan que yo no lloraba ni hacía berrinche. Era un niño bastante tranquilo que se entretenía con juguetes de trapo y disfrutaba de un buen plato de arroz con pollo bien picado. Me gustaba ir al río y nadar, me agradaba la sensación de flotar, no como mi hermana que no podía ni ver el agua. Según lo que me comentaron tiempo después había tenido una seguidilla de eventos traumáticos relacionados con bañeras, piletas y demás. Mientras mis padres consolaban a mi hermana en la orilla, yo me divertía chapoteando y riéndome solito. Por eso sostengo que era un niño adorable que no causaba conflictos.
No obstante, la única objeción que había tenido desde mis primeros andares por el mundo (nuestra casa) era en contra de la presencia de las cortinas de la puerta corrediza que daba hacia el patio. No sabría explicarlo, pero no acababan de convencerme y por más que las colisionara con mi andador, mis padres no hicieron caso a mi buen gusto y nunca las cambiaron. Yo las señalaba y me volteaba para observar fijamente a mi madre para recibir un “Quique, no” por respuesta, así que las colisionaba una vez más y me alejaba con mis zapatitos ortopédicos y suma frustración.
Ah, sí, los enguantados descubrieron que también tenía pie plano, así que mis pies se acostumbraron al calzado desde que tengo memoria. Los médicos aseguraban que era por el bienestar de mi columna, para que no tuviera consecuencias graves a futuro y así, pero secretamente creo que era la envidia porque la huella de ellos estaba incompleta, nunca tan simétrica como la mía. ¡Va!, envidiosos.


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