Razón número 1: La direccional averiada
Las buenas lenguas dicen que llegué al mundo con suma facilidad y docilidad, por así decirlo. No le causé grandes problemas a mamá durante el parto, no obstante, ella se la había pasado orando por mí porque durante el segundo trimestre del embarazo tuvo una parálisis. Ella quería que su bebé estuviera bien y pudiera tener una vida normal, así que cuando me vio por primera vez suspiró de alivio y agradeció al cielo que fuera un niño sano y lleno de vida. Sin embargo, el tiempo se encargaría de poner el asunto un poco más “picante” dejando en claro que la parálisis no había sido gratis y que, por lo tanto, había dejado una secuela: no puedo guiñar el ojo izquierdo. El derecho sí, y ¡vaya que lo usaría en los años venideros!, pero no el izquierdo. Solo si cierro ambos a la vez, que no cuenta como guiñar, pero bueno, no es notorio a menos que alguien me pida que haga ese gesto con ambos ojos, lo cual sería bastante extraño, por suerte.
Mamá estaba tan contenta con mi nacimiento que de hecho me mezquinó con papá. Yo ya tenía una hermana mayor que se la había pasado siete años jugando con él, así que cuando llegó el nuevo ”hombrecito de la casa”, mamá solo le dijo “este es mío” y papá no pudo objetar nada más. Curiosamente el destino acabaría haciéndonos muy unidos, puesto que yo no tenía un buen sistema inmunológico (ya presenté mis reclamos al fabricante, aunque de nada sirvieron) y nos la pasábamos de consultorio en consultorio con distintos especialistas que no hacían más que analizarme y picarme con agujas. Uno de esos médicos incluso quiso probar un “tratamiento experimental” conmigo y papá se opuso rotundamente. Gracias al cielo, no me imagino qué hubiera sido de mí en manos de esos enguantados amantes de las extracciones de sangre para el laboratorio.
One Comment
Pingback: