
Razón número 7: Como el agua y el aceite
Fue algo tácito desde mi llegada al mundo el hecho de que yo no era convencional. Una de las primeras cosas que lo demostró fue mi carácter tan dócil, adorable, “y pasivamente agresivo”, habrían dicho algunos. Para mis padres yo no era tanto un “niño” porque no me gustaba jugar torpe ni a pelear ni nada de esas cosas que a mi hermana, en cambio, le fascinaban. Tanto que en su adolescencia aún conservó sus placeres ligeramente belicosos a los que intentó incluirme hasta el hartazgo. Yo no le encontraba sentido a sus juegos, no veía porqué le parecía tan divertido terminar con algunos moretones y el pelo enredado con pasto después de revolcarse en el jardín. Ella y papá la pasaban bien así, aparentemente, mientras yo me regocijaba leyendo los clásicos de la literatura como la Biblia, aunque al final acabara apartándome del credo.
Por momentos hasta hubiera jurado que los papeles estaban invertidos. No obstante, mi hermana y yo sí solíamos jugar… a la escuela. Fueron los primeros vislumbramientos de su vocación y algo de reivindicación para mí, al menos esta docente lucía más capaz y era más sagaz a la hora de responder a mis preguntas retóricas. Así que sí, sí jugábamos, el problema era cuando tenía que hacer mis deberes y ella prefería dedicarse al ocio. Recuerdo una tarde, previa a un evento escolar importante (o quizá no tanto porque no me acuerdo con exactitud) en la que estaba sentado haciendo mi tarea y ella vino a mi lado y empezó a entretenerse con “te pego, no te pego, te pego, no te pego, te pe…”, y justo cuando me volteé para preguntar “¿Qué?” recibí el manotazo en la cara. No sabré qué evento escolar era, pero sí recuerdo el ojo morado en la fotografía que quedó para la historia. Y si se lo preguntan: sí, todavía amo a mi hermana.


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