Razón número 6: La primera fotografía, la primera obsesión
Recuerdo ese día, estábamos de viaje hacia Mendoza y papá había optado por hacer el recorrido panorámico. Como buen fotógrafo, él nunca salía en las imágenes, así que se le ocurrió darme la cámara y enseñarme a sacar fotografías con luz natural. Fue ahí cuando descubrí una de mis mayores pasiones. Desde ese día comencé a participar de esa costumbre tan propia de los humanos, esa necesidad casi imperante de documentar todo.
Papá siempre era el que estaba a cargo y mi hermana y yo le ayudábamos de vez en cuando, sin embargo, al final terminé siendo el que lo suplía para que pudiera descansar y disfrutar de los encuentros familiares. Así que mientras los parientes posaban sonriendo, yo aprovechaba y experimentaba con los ángulos y las luces de las lámparas del comedor, del living y de la cocina. Probaba todo lo que podía con lo poco que tenía en ese entonces, enfocar y desenfocar la torta, los invitados, los regalos. Había un mundo de colores, formas y texturas para explorar. Cada foto tenía que ser perfecta, las personas bien centradas, nada de cabezas cortadas y mucho menos ojos cerrados. Un ritual que debía llevarse a cabo al pie de la letra para lograr la imagen ideal. Papá me decía que no hacía falta que fuera tan milimétrico, pero yo no podía contenerme. Me sentía como Picasso con el pincel, tenía en mis manos la herramienta para crear obras de arte y parecía que el mundo solamente me pedía que el cumplañero saliera bien soplando la velita… Qué decepcionante.
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