Razón número 33: Mi obsesión con la repostería
Informes de mi madre aseguran que mi amor por la repostería se remonta a tiempos lejanos en los que yo apenas era un niño de seis o siete años que se ofrecía a ayudarla a hacer los bizcochuelos para la merienda. Mi hermana huía de la cocina (siempre dijo que cuando fuera mayor tendría sirvienta y cocinera, spoiler: Nunca pasó) y yo me quedaba porque no había nada más placentero y delicioso que chupar las cucharas y pasarle el dedo y la lengua al bowl de mezcla hasta dejarlo brillante.
De grande volví a inmiscuirme en el mundo de la repostería, pero más como forma de terapia para lidiar con toda la situación, la enfermedad de papá, el fracaso de Clic… Ahora que la cocina salada no tenía secretos, había llegado el momento de subir a un nuevo nivel.
Empecé por la repostería francesa (pese a que no tengo ningún favoritismo particular por el país) por el hecho de que es de las más famosas del mundo. Desde galletas hasta pastelitos y tortas, sacando de internet cualquier libro o revista de cocina, de todo se podía sacar provecho. La repostería me obsesionó porque era muy parecida a la química: Las proporciones tienen que ser perfectas, la cantidad justa y necesaria de cada ingrediente. Hay que tener una precisión especial para que la receta salga como debe, sin quemarse ni quedar cruda, sin estirarse de más o aplastarse, sin que esté ni muy seca ni muy húmeda. Simplemente un arte fascinante.
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