Razón número 20: El nacimiento del flaco
Por suerte, no llegamos al “no hay dos sin tres”, sin embargo, papá, mamá y yo nos preocupamos seriamente cuando mi hermana nos anunció que estaba buscando quedarse embarazada de nuevo. “¡Ay, hija! ¿Y si te sale tan terrible como el gordito?”, había dicho mamá. El historial de travesuras y fechorías de su nieto era bastante largo y amplio para sus cuatro años, desde múltiples encuentros con su amor prohibido (las escaleras) hasta llamarnos a los gritos y corretear por la casa atropellando todo a su paso. “No lo sé, no lo creo”, respondió mi hermana esa tarde, “pero quiero otro. Además, son muy adorables”. Estuve a punto de disentir, pero recordé dos cosas: la primera, el posible manotazo y, la segunda, el hecho de que sí, era cierto que el gordito era muy bonito, con sus cachetes y sus besos y cariños. Quizá esta vez podríamos tener más suerte y que la feliz pareja consiguiera el mismo combo con el aditamento de “tranquilidad”. Nos encomendamos al cielo.
Mi hermana logró su cometido poco tiempo después y se paseó por todos lados exhibiendo su vientre abultado con mucha felicidad. Esa vez no hice apuestas, la facultad era una amante muy demandante, y afortunadamente me quedé callado porque habría perdido. Hubiera jurado que sería niña, pero no, teníamos otro precioso retoño de ojos grandes y un físico y temperamento totalmente opuesto al de su hermano: menudo, tranquilo, independiente y silencioso. Era un bebé maravilloso (aunque no tanto como su tío en su infancia).
Desde arriba habían escuchado nuestras plegarias.
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