Razón número 11: Mi obsesión con los libros
Si bien durante mi infancia me había devorado más de la mitad de la biblioteca de casa, eso no sació mi hambre por la lectura. En cambio, a medida que crecí, ese apetito por leer todo libro que pasara por mis manos creció exponencialmente. Era un ratón de biblioteca, sobre todo cuando la familia se iba. A ellos les encantaba comer, bailar o pasear, mientras que a mí me gustaba quedarme en casa, tranquilo y cómodo en mi cuarto leyendo y nutriendo mi mente.
Lo confieso, no tenía muchos amigos (aún hoy me sobran los dedos de las manos para contarlos), así que los libros acabaron convirtiéndose en mis compañeros de aventuras emocionantes en la infancia y de viajes increíbles en la adolescencia. Me permitían existir en un mundo en el que podía lograr cosas que jamás conseguiría en la vida real. Éramos una familia normal de clase media que apenas si llegábamos a pasar una semana en las sierras, no había personajes fascinantes en el árbol genealógico y mucho menos que yo hubiera nacido con alguna habilidad espectacular como volar, controlar los elementos de la naturaleza o el don de la magia (más allá de la que tenía para aprobar en la escuela sin estudiar). Tampoco me quejaba, sino que me refugiaba en mi imaginación y me abría a cada libro que se presentaba como un enigma para resolver, una aventura para vivir o un tesoro por descubrir.
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