La cita
La primera vez que mi hija me pidió que le hablara de alguna historia de amor, decidí contarle la de mis padres. Ellos se conocieron cuando aún eran adolescentes y estaban en la secundaria, en ese entonces mamá tenía dieciséis años y papá, quince. Mi madre me confesó que todo sucedió cuando ella pasaba por su peor momento y que no quería enamorarse, pero que papá le ofreció el refugio que necesitaba y el consuelo que no podía encontrar en ninguna parte. Mi padre la escuchó y la apoyó en todas esas noches interminables en las que ella vio la sombra de la muerte acercándose lentamente hacia su madre. Cuando finalmente se la arrebataron, ella aún era muy joven y el dolor de perder a la persona más importante que tenía la hizo dejar de creer en los finales felices. No obstante, me contó que desde la distancia de una amistad, papá la ayudó a darse cuenta de que todavía quedaba mucho por lo que vivir y se enamoraron poco después cuando él la invitó a salir por primera vez. No durarían demasiado juntos pues la vida no se los permitiría, sin embargo, a pesar de haber sido una historia de amor tan efímera para algunos, dejó marcas imborrables en la memoria y el corazón de mi madre de tal forma que una vez que yo fui completamente independiente, ella se dejó llevar y no pude hacer nada para evitarlo.
Acababan de graduarse de la universidad cuando lo supieron, a papá le habían diagnosticado una rara enfermedad que no le daría la posibilidad de vivir más allá de unos cuatro años. Eso los devastó. Mamá decía que mi padre le rogaba que lo dejara y que buscara un futuro mejor con alguien que pudiera cuidarla y envejecer con ella, pero mi madre no quiso y se quedó con él y lo acompañó sin despegarse jamás de su lado. “No importaba cuánto tiempo nos quedara, yo con él quería vivirlo todo”, sus ojos color avellana se ponían vidriosos, “y así lo hicimos”.
Se casaron a los meses de recibir la noticia y en su luna de miel viajaron a esos destinos que siempre soñaron y al poco tiempo de volver, ella quedó embarazada. Mamá recordaba con añoranza la dulzura de él durante todo el proceso, la infinita paciencia que le tuvo y el sostén que papá fue para ella porque siempre estuvo allí para lo que necesitara. A los nueve meses nací yo, su primogénito y el único hijo que decidió tener después de la muerte de mi padre. No se arrepintió de ello, pues confesaba que yo fui el fruto de un amor muy grande y que estaba segura de que no podría enamorarse así de nuevo, por lo que ni siquiera intentó salir a buscar otro compañero, nadie sería capaz de llenar un vacío semejante.
En una caja de madera con lazos dorados, ella atesoraba la enorme cantidad de videos y fotografías que mostraban cómo jugábamos los tres. Cómo yo corría hacia los brazos de papá, cómo él me abrazaba y cómo mamá nos miraba con devoción. Vivimos intensamente con él el tiempo que la vida nos lo obsequió, de eso no hubo duda. “Mi pequeño Franco”, decía papá mientras me hacía volar por el aire y yo reía sin parar.
Parecía no importar qué tan duras fueran las pruebas que le impusieran, mamá estaba decidida a hacer de esos años los mejores para nosotros. De igual modo, ella nunca perdió la esperanza y siempre creyó que papá lograría recuperarse. “Era un hombre fuerte”, afirmaba, sin embargo, por más que él luchara con todas sus fuerzas, sus días estaban contados y esa fue la realidad más desgarradora que mi madre tuvo que afrontar.
A mis tres años, papá comenzó a empeorar progresivamente y a pasársela más en el hospital que en casa. Mamá siguió tratando de encontrar el lado positivo a todo y nunca dejó de sonreír para nosotros dos. A medida que transcurrieron los meses, mi padre empezó a necesitar muchas internaciones y largos tratamientos que no hacían más que confirmar que él no iba a mejorar. La mayor parte del tiempo mamá estuvo a su lado y de no haber sido por los abuelos que se ofrecían para cuidarme, ella quizá no habría podido acompañarlo tanto. No obstante, como todos los grandes misterios de la vida, de alguna manera mamá consiguió convertir esos cuatro años de papá en seis.
Recuerdo que la noche de su muerte fue la más triste para mi madre aunque no podría contarla con certeza, ya que yo era muy pequeño y no terminaba de entender lo que estaba sucediendo en verdad, ella se encargó de ocultar la mayor parte del dolor. Esa tarde la abuela había decidido que era mejor ir, pues tenía un presentimiento de que todo acabaría ese mismo día y tristemente no se equivocó. En la habitación solo se encontraban ellos, mamá estaba sentada a su lado acariciándole el cabello mientras él respiraba con dificultad, ella le susurraba su canción para calmarlo. “Y todo el tiempo creí que te encontraría…”, Inhala… Exhala… “El tiempo ha traído tu corazón hasta mí…”, una lágrima bajó por su mejilla.
—Está bien, cariño, está bien —mi madre hacía su mayor esfuerzo para no derrumbarse—. Déjate llevar… —“Querido, te he amado durante mil años...”
Después de besar a papá en la frente, la abuela me subió a la cama y me acurruqué al lado de él, tomé su mano y mi padre sonrió levemente. Inhala…
—Nosotros estaremos bien… —“Te amaré por otros mil más”—. Te lo prometo.
Exhala…
Realmente no sé cómo fue que lo hizo, cómo consiguió criarme estando sola y a la vez cargando con el tremendo dolor de su viudez. No obstante, pese a que trataba de sonreír la mayor parte del tiempo, yo sabía que ella lloraba de noche cuando me creía dormido y más de una vez la descubrí sentada en la cocina a las cuatro de la mañana escribiendo interminables cartas cuyo destinatario jamás podría leer. Era un milagro cada vez que conseguía quedarse profundamente dormida, siempre abrazando a Basset, el perro que ella y él habían criado desde cachorro en su juventud. Su amado compañero.
Otro de mis recuerdos: papá tocaba el piano. Mamá me contaba que él solía interpretarle una canción “A Thousand Years”, la misma que ella cantó para él la noche que nos dejó. “He muerto todo los días esperándote…”, y podría jurar que algunas madrugadas, sobre todo si mamá había llorado, escuchaba el piano tocándose solo. Las teclas se hundían suavemente y esa tierna melodía ahogaba el silencio de la oscuridad hasta que mi madre sonreía entre sueños y Basset movía la cola observando la nada, como si papá estuviera allí. “Querido, no temas de que te haya amado durante mil años, te amaré por otros mil más”.
Mamá dedicó su vida a mí. Nunca pudo volver a amar e hizo caso omiso al deseo de mi padre de que buscara otro compañero y no es que no quisiera, sino que simplemente ya no pudo entregarle su corazón a nadie más porque papá se lo había llevado consigo.
Yo fui su orgullo y el mayor logro que tuvo. En sus peores días a veces se emocionaba con solo verme porque decía que yo era igual a él, esos ojos color café, el mismo cabello negro y grueso, la misma actitud terca cuando me proponía algo, la misma paciencia.
Mentiría si dijera que mamá no tuvo pretendientes que hicieron lo imposible por ganársela, pero todos fracasaron. Sus amigos le aconsejaban que soltara el pasado y que continuara porque todavía quedaba mucho por lo que luchar, sin embargo, el dolor le pesaba tanto que la hizo envejecer antes de tiempo y la muerte de Basset tampoco ayudó.
Para cuando cumplí los treinta, ella ya parecía alguien mucho mayor con relación a su edad. Su suave cabello castaño estaba surcado por canas y cargaba una expresión de profunda tristeza desde que vivía sola. Nunca quiso atarme para que me quedara con ella, siempre me impulsó para que me independizara y volara solo, así que sencillamente volvió a aceptar y afrontar las circunstancias de la vida tratando de hacer lo mejor que pudo para mantenerse distraída. Intentó desarrollar habilidades o descubrir aficiones, mas las cosas ya no tenían mucho sentido para ella y a medida que los años pasaron, eso se hizo más y más evidente.
“Mi misión ya está cumplida”, me confesó una tarde mientras almorzábamos juntos. “Cuidar de Basset y criarte a ti hasta que fueras un hombre hecho y derecho fue lo único que me dio motivos para seguir. Es hora de que me vaya, no queda nada para mí de este lado”. Una debilidad extrema le arrebató las últimas fuerzas unas semanas después de ese día y tuve que traerla a nuestro hogar porque la soledad solo empeoraría las cosas.
“Un paso más cerca…”, mamá ya no quería continuar. “He muerto todos los días esperándote…”
—Quiero irme a casa —me susurraba algunas noches.
—Pero sí estamos en casa —solía responderle sonriendo y ella negaba suavemente.
—No, con tu padre.
Ni siquiera quiso averiguar la razón de su enfermedad y poco a poco incluso dejó de comer. Se estaba dejando llevar por la tristeza y no era justo que yo le impidiera irse si eso era lo que más quería en el mundo, ya no había nada que pudiera hacer para convencerla de quedarse.
La última noche de mamá también estuvimos en el hospital. Los médicos habían decidido no intubarla y ella tampoco lo había querido, así que solamente se encontraba allí con su cánula de oxígeno y unos monitores controlando su estado vital. Recuerdo que respiraba lentamente mientras yo sostenía su mano tibia. No quería que se fuera, pero no podía obligarla, no podía ser tan egoísta. Entonces en un momento abrió sus ojos y me observó fijamente. El color ya era gris pese a su corta edad, apenas tenía cincuenta y tantos años, y sin embargo, aún mantenían esa expresividad de siempre.
—¿Qué sucede, mamá? —le acaricié el dorso tiernamente y ella sonrió.
—¿Cómo me veo? —inquirió de repente, yo le arreglé el cabello con delicadeza.
—Eres la mujer más linda del lugar, ¿por qué me lo preguntas?
—Tengo una cita esta noche —me susurró con picardía—. Él vendrá a buscarme —hacía tanto que no la veía ilusionada que se me encogió el corazón.
—¿Y quién es el afortunado? ¿Por qué no me has contado nada? —la codeé con complicidad.
—Es que tú ya lo conoces —una lágrima se asomó en su rostro esperanzado—. Llegará en cualquier momento —afirmó antes de cerrar sus ojos nuevamente y dormir una pequeña siesta.
Clara, mi mujer, estaba segura de que mi madre había comenzado a alucinar por la edad, mas yo siempre supuse que todo era producto de la muerte de papá que ella nunca fue capaz de superar.
Pasaron unas cuantas horas y se hizo la medianoche, yo había salido del cuarto para ir por un café cuando me detuve atónito. En la penumbra y el silencio de la clínica, una sombra emergió de la nada. Llevaba un traje con moño y un ramo de fresias, las flores favoritas de mamá. Solo compartimos cuatro años de mi vida antes de que me lo arrebataran, pero yo estaba seguro de quién era. Me adelanté a la habitación de mi madre y sacudí su brazo suavemente para que despertara. “He muerto todos los días…”
—Ya llegó —susurré y ella abrió sus ojos de par en par con el rostro iluminado.
Mi piel se erizó aunque no era de miedo, alguien acababa de entrar. “Esperándote…”
Papá se acercó hacia la cama y los monitores de mamá comenzaron a emitir sonidos intermitentes y acelerados.
—Te estabas tardando mucho, pero te lo dejaré pasar porque estás muy guapo.
Él esbozó esa sonrisa de la que tanto había hablado mi madre en sus cartas y poemas, esa misma que la destrozaba al pensar que nunca más volvería a ver. Yo me quedé contemplándolos con fascinación y una profunda tristeza, él venía a buscarla. Además de las flores, papá sostenía un par de tijeras de plata.
—¿Nos vamos? —preguntó acariciando su mejilla. Mamá asintió y me dirigió una última de sus miradas tan profundas, tomó mi mano y la sostuvo con firmeza, yo le besé la coronilla con las lágrimas a punto de saltárseme.
“Querido, no tengas miedo de que te haya amado durante mil años…”. Ella cerró sus ojos y papá tomó un hilo dorado y delgado que salió del corazón de mi madre, era el que la conectaba con su cuerpo, con este lado de la vida, lo único que todavía la mantenía conmigo. Respiré hondo y él lo cortó. Sus latidos se detuvieron, sus dedos me soltaron y una hermosa joven emergió de la cama, tenía el cabello largo y castaño, era mamá a sus veinte años. Se abrazaron fuertemente y se besaron con pasión y ambos lloraron de regocijo porque después de tantos años por fin podían volver a estar juntos.
Las máquinas detrás de mí emitieron un pitido largo y las enfermeras entraron corriendo. Yo sollozaba sobre el cuerpo inerte de mi madre mientras los veía alejarse volando en la inmensidad de la noche. “Te amaré por otros mil más”.
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Elizabeth
Querida Gracia,
Tu relato me ha tocado profundamente el corazón. Me ha hecho recordar tantos momentos de mi propia vida, tanto amor y tantas pérdidas. Esas historias de amor que trascienden el tiempo y la distancia son las que nos mantienen vivos en nuestros recuerdos más queridos.
La manera en que narras la historia de es tan conmovedora y auténtica. Me sentí transportada a través de los años, sintiendo cada emoción, cada lágrima y cada suspiro de tus personajes. Es un tributo hermoso al amor incondicional y a la fuerza del vínculo familiar.
Gracias por compartir esta historia. Ha sido un privilegio leerla y sumergirme en este mundo de amor y nostalgia que has creado.
Con cariño,
Elizabeth