Volver al puerto
Había decidido salir a dar una caminata para despejar la mente y las anaranjadas hojas de los árboles que iban cayendo a mi paso no hacían más que anunciar el crudo invierno que se avecinaba. “Otro invierno en soledad”, concluí pateando una pequeña piedra hasta perderla entre el césped. Dos años habían pasado desde mi última relación con una mujer y pese a que había hecho todo lo posible para que prosperara, no resultó. Siempre parecía haber algo que no funcionaba, algo que no encajaba. Solo quería una compañera, alguien con quien compartir los últimos años de mi vida.
—¿Por qué no puedo encontrarla? —le pregunté al cielo, pero no obtuve respuesta.
La primera vez que lo vi, hubiera sido capaz de escribir sobre el cemento que solo sería algo de una noche. Terminamos saliendo en una cita doble por casualidad, yo solo pretendía acompañar a una amiga que me aseguraba que había encontrado al amor de su vida. Recuerdo que suspiré nostálgica al pensar en mi noviazgo que acababa de morir como una flor al final de la primavera, un amor destinado al fracaso aunque hubiéramos tratado de evitarlo. “Eres joven”, me animaba la gente, “pronto conocerás a alguien, ya verás”, dos semanas después estaba sentada en un bar con este muchacho de ojos celestes que no dejaba de reírse.
—¿Me das tu teléfono? —preguntó al traerme a casa más tarde, alrededor de la medianoche.
—¿Para qué? Si ustedes los hombres nunca cumplen sus promesas… —él me miró—. Esto solo ha sido algo de una noche y nada más —no obstante, al día siguiente, el ronroneo de su motocicleta me anunció que él había regresado a mí como las golondrinas en verano.
Me preparé un té con tostadas porque realmente no tenía ganas de cenar, de repente me sentía tan viejo y cansado que no quería hacer más nada. Hojeé de manera distraída unos papeles que tenía sobre la mesa, una vieja copia de los documentos de nuestro divorcio que pensé en tirar, y debajo me encontré con unas fotos de cuando nuestra hija era muy pequeña, en algunas aprendía a caminar mientras que en otras exhibía con orgullo un dibujo que había hecho en la escuela, un cumpleaños soplando las velitas sobre el pastel y una tarde en el zoológico con nosotros. Sin darme cuenta, me detuve en una foto en la que salían ambas, hubiera sido imposible negar que eran como dos gotas de agua, solo que ella tenía los ojos cafés y nuestra hija no.
—¿Qué nos pasó? —su sonrisa y mirada fija no pudieron contestarme y suspiré resignado.
Entonces sonó el teléfono y le di un sorbo a mi taza antes de contestar.
—¡Papá! —exclamó su voz de mujer del otro lado, mi pequeña ya tenía más de treinta años, y yo sonreí.
—Hola, cariño. ¿Cómo has estado?
No sabría decir cuándo fue que él terminó convirtiéndose en la razón de mi existir. Solo sé que, de un momento a otro, verlo acercarse en su motocicleta era como ver llegar una tormenta después de meses de sequía. Yo corría a sus brazos para refugiarme en su pecho y percibir su aroma a césped recién cortado. Él era mi puerto seguro, ese lugar al que siempre volvería para sentirme a salvo. Él era mi luz, el tan esperado amanecer en las noches más largas y oscuras. La calidez de su cuerpo y el roce de su piel con la mía me hacían sentir que éramos infinitos, únicos e irremplazables. Nada nos vencería jamás porque nos teníamos el uno al otro. Nos amábamos con locura y con pasión, con cordura y con devoción. Él era el hombre de mi vida, tenía que serlo. Nadie era como él, nadie podía ser como él.
Llegué al lugar del encuentro y mi hija me esperaba en la mesa junto a la ventana que daba al jardín floreado. Su cabello color chocolate, igual que el de su madre, le caía como una cascada por la espalda. Me aclaré la garganta para anunciar mi presencia y sus pícaros ojos avellana me miraron con diversión. Me senté y ella posó su suave mano sobre la mía.
—¿De qué querías hablarme?
—¿Crees en las segundas oportunidades? —yo la observé, extrañado por aquella pregunta.
—¿A qué te refieres?
—Estuve pensando en lo que me dijiste la última vez… —hizo una pausa —y puede que sepa dónde encontrar lo que estás buscando.
Quise salir y gritarle al mundo que me sentía la mujer más dichosa de todas. Mi corazón latía acelerado golpeándome en el pecho mientras mamá me ajustaba el lazo blanco en la cintura. Suspiré emocionada, ¡estaba a punto de casarme con el amor de mi vida!
—¡Lo amo! ¡Lo amo! ¡Lo amo! —chillé eufórica escapándome de sus manos para correr descalza por el jardín.
—¡Hija! ¡El vestido! —me recordó, pero yo me sentía en las nubes y no quería bajarme.
Escudriñé mi reflejo en el espejo porque me costaba reconocerme.
—¿Para qué es el traje? —pregunté mientras mi hija me ponía un broche de jazmín en la solapa del saco y lo acomodaba.
—¿Estás seguro de que serás capaz de abrirle tu corazón? —yo asentí reticente y ella sonrió quitándome una pelusa invisible del hombro.
—¿Ni siquiera me dirás su nombre? —negó con picardía.
—Es parte de la sorpresa.
—¿Cómo sabes que saldrá bien si no sé quién es?
—Eso no es verdad —me acomodó el cabello crespo con ternura—. Tú ya la conoces —murmuró y me besó en la mejilla antes de indicarme la puerta—. Vámonos o llegaremos tarde —y me tomó de la mano para que saliéramos juntos.
Él lucía tan seguro en su traje negro y plata que casi parecía irreal. Papá me llevó del brazo por el largo pasillo mientras los invitados se iban poniendo de pie para recibirnos y yo sentí ganas de llorar de felicidad al ver al amor de mi vida allí en el altar, esperándome. Nuestros ojos se encontraron y yo quise correr a él para zambullirme en ese cielo tan azul e infinito que sus brazos y su mirada me ofrecían. “Aquí voy, amor mío”.
Mi corazón dio un brinco al verla como aquel día y no pude quitarle los ojos de encima, ella era tan hermosa incluso a sus setenta y tantos que no necesitaba un vestido blanco para hacerse notar. Traía un ramo de jazmines igual que hace cuarenta años y avanzaba por la oscura alfombra con paso seguro, con la completa confianza de la decisión que estaba a punto de volver a tomar.
Sujeté su mano para que subiera el pequeño escalón del altar, ella sonrió con una lágrima asomándose desde el chocolate de su mirada y entonces me di cuenta de lo mucho que había extrañado esos ojos durante los últimos veinte años de mi vida. No había otra mujer como ella y mi corazón siempre lo supo aunque yo me la hubiera pasado tratando de engañarlo tontamente.
—Puede que el Alzheimer me haya arrebatado una gran parte de mi vida y que ya no me acuerde de muchas cosas… —confesó acariciando el cuello de mi saco negro —pero tú eres una de las pocas que jamás sería capaz de olvidar —y la besé aferrándome a su calidez y a su ternura. “¡Ay, querida! Si tan solo te dieras una idea de cuánto te he echado de menos…”.
One Comment
Betty
¡Este texto es como un torbellino emocional, te atrapa de principio a fin! Me encanta cómo nos lleva por un viaje de nostalgia, amor y reencuentro.
La idea de volver al puerto como un lugar seguro y encontrar ahí una nueva oportunidad de amor es muy poderosa. Me llega mucho la profundidad de los sentimientos expresados y cómo los personajes están tan conectados.
Es un recordatorio genial de que, incluso cuando la vida nos golpea y nos sentimos solos, siempre hay esperanza y la chance de encontrar la felicidad de nuevo. La forma en que se exploran temas como la memoria, el amor perdurable y la redención es realmente inspiradora.
Gracias por compartir esta increíble pieza de escritura.