Razón número 13: El nacimiento del gordito
¿Quién hubiera pensado en convertirme en tío a los dieciséis años cuando mis preocupaciones solamente deberían haber sido las tareas del colegio y los niveles que no podía pasar en los videojuegos? La respuesta les resultará impresionante: Mi hermana.
De acuerdo, admito (y les recuerdo) que ella es siete años mayor que yo, pero igualmente no entendí por qué quiso ser madre a los veintitrés. A esa edad, yo me proyectaba manejando una empresa que pronto volaría sola y me permitiría retirarme y dedicarme a mis actividades ociosas para los cuarenta y cinco. Ella se proyectó siendo madre, aparentemente, pero como se la veía exultante, me reservé mis comentarios. A todo esto, ¿cuál fue mi recompensa? Un kilo de helado. Sí, le aposté a mi cuñado que su primer hijo sería varón y gané. Dicen que los bebés siempre vienen con un pan bajo el brazo, bueno, el gordito vino con un kilo de helado. Gordito porque nació grandote, tanto que lo tuvieron que meter a presión en la cunita. Al día de hoy todavía bromeo con él sobre eso.
No me voy a quejar de mi sobrino (mi hermana aún me daría un buen manotazo en la cabeza), pero sí que era todo un travieso cuya fascinación eran las escaleras, no importa qué le pusiéramos para protegerlo, él siempre conseguía sortear los obstáculos y darse en la cara escalones abajo. Le había salido bien resistente la criatura a mi hermana, resistente y de buen gusto, ya que tenía devoción con su único tío. El que se encargaba de cuidarlo cuando la madre iba a sus clases para convertirse en maestra (ese deseo quizá fue de sus mayores desatinos, en mi opinión).
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